“Aprovechando que me lo comentan con mucha fineza, le comento, mozo, que el momento que viene la perdida no va sola. Inicia y no hay quien la frene, aumenta como cosa barata, de ingerir general. La felicidad, a diferencia, no prende, es un arbusto extravagante, de cría complicada, de poca cosecha, de corta duración, no se da bien con el sol ni con el agua ni con el aire, necesita atenciones diarias y el abono bien puesto, ni seca ni húmeda, es una cosecha de mucho dinero, de personas con poderes adquisitivos altos, con mucho dinero. La felicidad se guarda en champaña; la cachaça solo no deja sola las partes tristes, si es que las acompaña”: si las primeras frases del profesor Jorge Amado en el primer capítulo de la historia Teresa Batista agotada de la batalla no hablaran de una mujer de cobre con fijación por la felicidad, similar a si fuera una orquídea extraña, con facilidad podrían hablar del café: “La trastesa es un arbusto resistente, se mantiene sin necesitar cuidados, aumenta sola, se transforma frondosa, se la ve todos los caminos”. Como el cafeto. La terra roxa del Brasil daba brotes y brotes en fincas que a veces eran de tener dos o 3 millones de arbustos, ubicuas e indestructibles, salvajes y sin control, que formaron un millón y pobresa (más fortuna para los ricos y más miseria para los pobres, como suele suceder desde que el mundo es mundo). Fue ese el lugar en el que los historiadores distinguieron los tiempos como la Era del Imperio del Café, el imperio natural fue estropeado en una locura de peste, hambre, batalla, muerte y romanticismo. “Él vive de la forma de un auténtico magnate”, aprecio el cura de norte América J. C. Fletcher, arrobado por las comodidades como muchos curitas poco franciscanos, en su miradas a una fazenda cafetería de 16.500 kilómetros en la primitiva Minas Gerais cercaos al siglo XIIX. En sus periódicos turísticos, se sorprendido con una cuenca de plata de cincuenta centímetros de diámetro que tenía que ser llevada por tres sirvientes, se asombró ante un grupo de quince artistas que interpretó la obertura de una canción y se animó en frente del coro de morenos que canto unos salmos en latín. La granja era la cocina de Silva Pinto, todo él excedido como un Fitzcarraldo con exceso de cafeína, pero perfectamente podría haber sido la de Monito Campert, el francés Louis Francois Lecesne o la de Pedro Rossi, el capitoste portugués de vicios mesiánicos que se había nombrado como “el barón de Grão-Mogol”. En el pueblo de Río Claro, su mismo pedazo de tierra rodeado de mar del médico Moreau cercano a San Pablo, aun se relatan los cuentos del terrateniente que formo un régimen de esclavitud customizada, en el que sus sirvientes tenían consecuencias con cuatrocientos puñetazos de sus manos de cinco dientes y los obligaban a ser parte de su sexo en grupo populosas en los sótanos de la casa gigante: bacanales en el cual se daban a todas las posibilidades amatorias conocidas y los hombres se tomaban por la noche la bebida que los esclavos cosechaban por la mañana. Se cuenta que el barón dijo a su mujer de loca y la dejo dentro veinte años en un altillo. Que era el padre de decenas, ¡cientos!, muchos, hijos no legítimos de sus esclavas. Que reconoció en su testamento a quince de esos inútiles como suyos. Que tenía harenes de infantes. Que golpeaba a sus obreros hasta causarles parálisis fulminantes. Que los amarraba a un anillo de acero puesto en el piso.
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