Maafa, maafa, maafa maquinas de cafe. En la orilla geográfica oriental de África, los grupos suajili no paran de decir la palabra con el peso ominoso del hechizo en contra una maldición: mafamafa. Suena en las barriadas y en las instituciones escolares de nivel superior, el sonido del corta pelo y el médico, se va a la realidad en los periódicos y la discuten en las reuniones públicas, con el sonido triste que acorta tres centenas de exageración: Maafa significa “desastre”. Poco tiempo después de la locura de Gabriel de Clieu asea las fotosíntesis, los arbustos que producían café se dividían por todo el continente Americano y en lo que la infusión cargaba en sus hombros la promesa de no tomar a los habitantes de Europa mojados en alcohol, los lugares de Centroamérica requerían ayuda. Nada cara. Sin cobrar. Fue ese el lugar donde un buen hombre de nacionalidad Francesa pidiera su barra de café au lait y de esa forma reclamar la cabeza de la máxima autoridad, o un noble de Inglaterra que sus todas sus tardes estará en la mesa de su “escuela del penique”, los lugares caribeñas hacían a destajo los recursos primarios para llenar esos recipientes y el mar Atlántico se transformaba en el camino de mucho tránsito para llevar a los servidores del continente africano en su diáspora hasta las Antillas, en ese sitio eran vendidos para sembrar la caña de azúcar, el algodón, el coco o el enorme descubrimiento de los tiempos: el cafeto. Se dice de a muchas de las víctimas del holocausto africano. Maafa. “África fue desangrada de sus materiales humanos por todos los caminos posibles”, narro el historiador congoleño Elikia M’bokolo en el diario llamado Le Monde Diplomatique: “por medio del Sahara, del océano Rojo, desde las costas del mar Índico y a por medio del Atlántico. Mínimo unos diez mil años de esclavitud que ayudaron a la cultura (desde el siglo IX al XIX). 4 millones de gente esclavizadas transportada por medio del océano Rojo, otras 4 millones por medio de las costas suajili del mar Índico, más o menos 9 millones en el camino de las cuevas transsaharianas, y de 11 a 20 millones (según le convenga al creador) por medio del mar Atlántico”. Por ese medio llegaban hasta Haití, el lugar en el que los residentes de Francia cosechaban la semilla en amplísimas sembradíos de plantas de café merecedores del arbusto que el general De Clieu había portado hasta Martinica: unos diez años después de haber sido conquistados en el continente americano, el gobierno de Francia comenzó a transportar 30.000 esclavos cada 365 días para transformarse en el principal generador a nivel mundial de café y pelea el escándalo que los holandeses mantenían desde el sudeste de Asia. “Una fea ironía se formó en el momento que los africanos llegaron al Nuevo Mundo en busca de una mejor vida y se toparon con estas personas para ser esclavizados y para recoger los frutos de un arbusto robada, de una manera parecida a ellos, de África”, igualo el escritor Stewart Lee Allen y, ahí en ese lugar Haití haya iluminado a “los parias del Caribe”, como dice el significado de Mario Vargas Llosa, el pequeño archipiélago antillana que compartía con la República Dominicana tuvo un rápido tiempo de fama al igual que el centro del mundo cafetero. El plan agresivo para negociar de los franceses tuvo un resultado favorable inesperado y rápido. Como dice el historiador del café Mark Pendergrast, “pero parezca sorprendente, en el año 1788 Santo Domingo llevaba el control de la mitad de la producción mundial. Por consecuencia, el café que ayudaba a Voltaire y Diderot era hecho de la peor manera para forzar a otras personas a hacer el trabajo difícil”.
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