El momento de la colación con un empaque de trapo le parecía que carecía de limpieza, se le ocurrió una idea que cambiaría muchas cosas: la señora Melitta agujeró con muchos hoyos la parte que lo sostenía de un embace lleno de agua de un extraño metal, la rodeo por dentro con el papel perforado que su hijo solía cargar con el e invento un aparato para regar bastante eficiente: incluso sin ningún artículo eléctrico, ya había inventado la máquina de café con coladera, la cafetera que acomodaba el almuerzo de la casa o el entro del cotilleo en el área de trabajo que fuera (haciendo infinito, de alguna forma, el ritual de ese kaffeklatsch cada vez que se deba comentar el último rumor en medio el encargado y su asistente). El 8 de julio de ese año Melitta escribió su creación en el Registro de Patentes de Alemania y, como la mecha de un explosivo, su fórmula se expandió por los todos los continentes, formando una dinastía con nombre. Contrató a un hojalatero para que le hiciera sus propios recipientes de metales, de las que se vendieron más de mil en un evento público. Y para el año 1912, su esposo creo un negocio en el que ocupó la gerencia de todo y a la que nombro con el nombre de su esposa, dándole más vida a un linaje que va hasta la actualidad, cuando casi todas de las cocinas de todas las casas de la tierra esconden en el final de sus cajones un pequeño homenaje a la señora que hizo más fácil la vida en las casas trazando, con la coladera de la bebida, una época parecida a la de cuando se usaba la ropa desechable para los bebes :al principio, de telas; después, de papel. La primera casa de café habían sido inaugurada en Alemania allá casi en 1670 y, con la tozudez extremista de los habitantes de Alemania y su necedad a dejarse llevar por las costumbres y tradiciones de los demás, los doctores avisaban que ingerirlo podría causar fallos para reproducirse o que nacieran bebes difuntos, eventos desafortunados que estimulaban las preocupaciones de las personas que rechazaban y que inspiraron a Johann Sebastian Bach para realizar su canción del café (BWV 211), la estatua estrenada en el año 1732 en donde los versos de burla hacían notar la indignación de papa por la adicción de su hija por la bebida, adicción baja para una niña de buenos modales la única manera para curarse era el descubrimiento de una buena persona para tirarse. Unos meses después, los alemanes serían los encargados de descubrir uno de los componentes de la bebida y en el invento de su Némesis bastardo: el café sin cafeína. Pero en ese tiempo agarraban la idea sin grandes deslumbras ni victorias, muy alejado de los reinos de Venecia o de las rimbombantes casas de café parisinas e incluso más acercado, en entusiasmo pero no era el espacio, de cuando la gente lo tomaba tibio que se realizaba del café países Europeos, en donde las dulcerías no daban luz gestas ni cambios y se colocaron aún más pegadas de la escuela que de los refugios, tal vez porque el café atemperaba las ilusiones más que prenderlos, como razonaba el escritor Ramón Gómez de la Serna: “la bebida el don de docilitar al indócil, de regresar inteligente a tonto, incluso en el tiempo el indolente continua indolente”. Independiente a estos dilemas, la curiosa señora mellita provoco de su nación el enorme fabricante internacional de coladeras de papel para esta bebida, incluso la génesis de un atroz creación de la actualidad.
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