El 8 de octubre del año 1723, De Clieu rompió del puerto de Rochefort para comenzar la travesía del café que se pensaba manso y con pocos conocimientos, aunque que se basa en una gesta tan sorprendente como famosa; transportaba muy pocas sustancias adictivas más codiciada de los tiempos y, en un especial caso de videncia idiomática, nombro su navío con el nombre que unos doscientos años después agarrarían el sobrenombre de los traficantes que atraviesan vicios en los límites de los países; le coloco Le Dromedaire, en español: “El camello”. Doce días posteriores de salir, el navío fue atacado por delincuentes marítimos tunecinos pero sus dos decenas y media de cañones los persuadieron para que era favorable colocar proa hacia a otros barcos con menores armas. Las grandes tardes de abulia por debajo el sol del Océano Atlántico hundieron a De Clieu en un estupor de persecuta: si es verdad que el hecho de ser loco no significa que en serio no te correteen, con el acento actante de un loco se persuadió de que infiltrados con nacionalidad Holandesa se habían puesto en Le Dromedaire: las regiones en Borneo, Java, Célebes o Sumatra se habían transformado en enorme productoras y máquinas de café y, al igual que los árabes algunos siglos antes, las naciones con menos oportunidades querían mantener el escandalo mundial del punto en la época precámbricos de la infiltración laboral, usando al máximo los materiales que tuvieran cerca de ellos: metiendo saboteadores en los navíos que lograran llevar plantas y granos o rompiendo las granjas de otras personas con pólvora y chispazos. Lastimado en la poca confianza, De Clieu se dio en días a hallar al traidor, aunque en ningún tiempo logro hallarlo: “Es tonto decir todas las complicaciones que enfrenté para ayudar a mantener con vida mi frágil arbusto de las manos de un señor a el cual le causo celos la felicidad que tenía de ser más útil para mi nación”, narro en su diario de viaje. Ya en esos tiempos, ya estaba loco con la plantita, muchas de la especie típica, con la que conversa en un tono de voz bastante moderado y que había permanecido en su hogar con una suerte de la granja portátil: una caja de material proveniente de un árbol con paneles de reja de alambre, en donde se lograba respirar pero la cubría el roer de los roedores, y un techo de vidrio, en el cual atrapaba la luz y calor. En lo que transcurrían 24 horas, caminaba en la borda agarrado de la caja; en la noche, se metía en su camarote y descansaba acompañado de ella. Le daba todos mis esfuerzos más corteses a ella. Para la peor parte no faltaba mucho tiempo para que empezar. A aproximadamente cientos de kilómetros de la costa de Martinica, una lluvia tropical quebró el casco de Le Dromedaire y, en la probabilidad dura de un naufragio, el jefe mando que se tire por la esquina cualquier cosa superfluo, incluso lo que les quedaba de agua para beber, excepto su planta. La lluvia pasó pero la paciencia pequeña se develó al igual que una amenaza incluso más grande: en la quietud del Caribe, los aires no soplaron en siete días, catorce días, veintiún días, ¡treinta días! En el barco permaneció quieto, la decisión de aventar el agua ingerirle se convirtió en un error terrible: se puso unas estrictas reglas de inteligencia que darían la facultad a los viajeros tomar únicamente la mitad de una taza por día y, en el terrible sueño de la sed, primero padecieron calambres y posteriormente alucinaciones. En medio de una fiebre. Porte barras de cafe.
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