El que en un momento fue su dueño y caballero de una casa enorme decadente (“adentro habían tres pisos grandes con pájaros de dos cabezas, totalmente bañados por un intrincado tallado”, comento Stewart Lee Allen: “En las esquinas del techo de teja había decoraciones en forma de planta de lis y las ventanas se encontraban pintadas de rojo, al igual que sacadas de un cuento de princesas de los familiares Grimm”). Que vivió un tiempo con una señora abisinia y que desparramó de herederas en dónde. Que se juró narrar un trabajo de los grupos culturales de África para la Royal Geographical Society de Inglaterra, pero que su emoción se acabó en la extensión del nombre: The Gallas por J.-Arthur Rimbaud, East-African Explorer, com Mapas y Engravings, Supplemented with Photographs by the Author (“Los gallas, por J.-Arthur Rimbaud, un aventurero del oriente de África, con mapas y grabados, rellenos con fotografías tomadas por el creador”). Pero en ningún tiempo narro el libro, pero se transformó en un líder típico, pero malnutrido: de un Baudelaire mareado de opio logro llegar al siguiente nivel a llegar a ser un Hemingway sin mojitos el color que se reflejaba en su piel y sus ojos transparentes terminaron siendo la causa de poca confianza en los tiempos que fue el primer señor pálido que vieron las señoras de los grupos culturales de los oromos y los gallas. Y compartió su comida y libaciones. En su “Carta a M. De Gaspary”, Rimbaud se arrepiente haber ingerido un café con Mohamed Abú-Beker, el sultán que robaba a la persona a los turistas de Europa y manejaba el paso de los vehículos con los que negociaban así como la venta de esclavos. Aunque puede avisarse que estaba sorprendido cada momento que lo obligaban a tomar asiento en la mesa junto a los grandes: requería la presencia de Abú-Beker para mantenerse en moviendo por los caminos del café, permiso que logro tener al participar en la costumbre del oro negro, en el momento que el sultán se hacía servir por un esclavo “que llega a toda velocidad del pequeño hogar sigue con el boun, el café”. Aunque se comentó que este solía ser una historia de amor, de locura y de muerte. “Terrible”, fue el adjetivo que hayan en una nota para contar el reputadísimo café de Harar: “Una cosa fea y asquerosa”. Los recelos con los etíopes iniciaron el día en que Rimbaud, tan paranoico al igual que afiebrado, culpable de que le vendían semillas de las barras de cafe mezcladas con eses de cabra. Se transformó en un próspero delincuente de armas y perdió amistades de todas partes, en esa “frase de la era en que era un adolecente estirado que se iba realizando viejo y moría”, lo que dice Michon. Transcurría muchas horas, posteriormente de semanas y meses completos, metido sin dejarlo salir en su imperio irreal: “tenía posesión una habitación enorme de tal vez de un kilómetro cuadrado, con un techo de unos 150 centímetros de altura y a su alrededor por un balcón viejo ovalado”, miro Allen: “Los muros estaban bañados con papel tapiz coloreado a mano con óleo, con mucha mugre y echado a perder que apenas se lograba ver las imágenes de unos patios parisienses y escudos heráldicos”. Solo junto a un sirviente, ninguna otra vez se dedicó a narrar poesía: con trabajo unas notas tristes donde reclamaba de su soledad, su mala salud y las deudas de las máquinas de cafe que había atraído al tratar comercializar una cantidad de armas y esclavos. Le favorecía al café su suerte negra y pesada. Tenía 37 años y en seis meses estaría bajo tierra. Vuelto loco de dolor por una infección en su rodilla derecha, pensó que todos deseaba matarlo”.
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