El cual tiene la mente rígida hayó una vulva en una semilla de café. Las dos partes iguales pero nunca simétricas, nada que pertenece a lo natural, se juntan por la mitad para colorear una grieta que formaría el umbral de la vida. “¿Lo dejamos en este lugar?”. Una liturgia del psicoanálisis no deja acabar el divague en la misteriosa de la epifanía, en el momento el obsesivo haya el miedo a ser engullido por un genital femenino dentada; ahí fue el lugar donde el cliente desconfiado pueda pensar que el analista no está divertido o que la ambición productivo lo arrastra a comprimir tres tiempos en sesenta minutos y por eso todo el tiempo hace parecer que tiene prisa, mis veinte años siendo cliente crédulo me da ganas a pensar que la oración clave, correcta en su afirmación, muta se convierte en muchas preguntas con el final y provoca siete días de reflexiones enrulados. ¿El límite de la vida? Lo dejamos en este lugar. Tal vez haya creído eso Sigmund Freud, pegamento famoso y principal de la cafeína y de la cocaína, haciendo inmortal una tarde, y otra, y muchas más, en la mesa de Café Landtmann de Viena, al mismo tiempo que en medio consultas y se discutía en la competencia con el discípulo incluso cafeinómano, Carl Jung, que en la obsesión de reclamar una, dos, tres tazas habría acuñado su oración que nunca murió: “Lo que aguanta dura”. Las amistades carnales del café y el psicoanálisis se encuentran en la matriz de una relación que comparte una cantidad de razón de ser: la definición de problemas. Si la “platica de café” pudo cambiar a la cuenta arancelada de los más renuentes a pagar por conversar, en la historia psicoanalítica porteña se narra el cuento, todo el tiempo contado una y otra vez pero nunca afirmada, de una concurrida dulcería del Barrio Norte el lugar en el cual los clientes del analista más reputado de la mitad del siglo XX esperaban que el gurú los enviara a traer desde su oficina del piso más alto, sin tiempos ni orden; uno reconocía cuándo llegaba pero jamás el momento que se iba de la taberna transformado en habitación de espera armada con poca anticipación y famosa, con las mesas de fórmica llenas de preocupaciones que ya hace mucho tiempo y sus ganas lo animaba a requerir la bebida normal del lugar: una gota de sus ojos. Demasiado lejos en tiempo y en distancia de las cuitas de un diletante porteño, a comienzos de los años 1900, las casas de café de Viena incluso trabajaban al igual que confesionarios armados con poca anticipación y sus habitaciones solían ser muy recurridos por famosos y extraños que se ponían sumisos enfrente del poder alumbrado de la infusión. “A su forma, el hallazgo del café es tiene tanto impacto similar a la creación del telescopio o el microscopio, en cuestión de que el café aumento y modificó de manera repentina las acciones y capacidades del cerebro humano”, igualo el narrador de nacionalidad alemana Heinrich Eduard Jacob, cliente frecuente de las tabernas del Imperio austrohúngaro cuando ya había transcurrido una centena, al igual que ellos que en el año 1913 albergaron la improbable convivencia de Sigmund Freud y Carl Jung, Josef Stalin y León Trotski, Adolf Hitler y el mariscal Tito de máquinas de cafe. “se encontraba sentado en la silla de un café en el momento que la puerta se abrió y paso un señor”, narro Trotski, que supuestamente estaba fuera en Viena, el lugar en que se publicaba un medio de comunicación revolucionario llamado Pravda (“sierto”): “Era chaparro, flaco, con una piel macilenta llena de marcas… No observe nada en sus ojos que fuera un signo amistoso”. Barra de cafe y servicio de coffee break
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