Un loco de 24 años de nombre Adolf Hitler en las tardes sentado en frente a una libreta de proyectos en el Café Central en lo que al mismo tiempo rasguñaba las ganas de formar un gran artista pero se echaba a perder como estudiante mediocre de la Escuela de Bellas Artes de Viena. Y siempre a medio día, a la salida de la empresa de carros Daimler, el croata Josip Broz se acababa los días de trabajo en las tabernas en lo que iluminaba sus pensamientos de “socialismo feliz”. Al igual completo de Yugoslavia, el territorio-engendro que se encontraba justamente de ser creado, el mariscal Tito hayo en las dulcerías vienesas una idea para su proyecto de que el hedonismo puede ser proveniente de otro partido. Comunista con clase, el “dandi rojo” narro un cuaderno que mandó hacer de a miles para distribuir entre sus compatriotas: no una versión pirata de El libro rojo de Mao o El libro verde de Kadafi sino El libro de cocina de Tito, una recopilación de 255 hojas con las recetas para hacer un pollo a la Kiev o un café vienés. “La cultura del café y la noción de la discusión y los distintos puntos de vista en las tabernas fue una parte importante de la vida vienesa, por lo tanto y en este momento”, narro Charles Emmerson en el año 1913: In Search of the World Before the Great War (“1913: en busca de la tierra antes de la Enorme Batalla”), un cuaderno que sigue la causa para contar esa imprevisible cumbre histórica. La Biblia y el calefón, en once lenguas aparte del alemán. Tal vez más que en otro lugar, las tabernas cafetaleras vienesas sacan provecho de la cafeína como carburante intelectual: si es verdad que parte de eso que las convirtió tan importantes es que todas las personas las frecuentaba, en el rejunte comió de una combinación de intereses y disciplinas con el café como hilo conductor y con diferentes saberes revueltos en un promiscuo revoltijo. Sentado hacia el fondo del Landtmann, Freud semblanteaba a los parroquianos que ingresaban, y al mismo tiempo la polémica en la taberna hacia un folclore de sabihondos y suicidas. “Había un emigrado de Rusia poco famoso, de nombre Trotski, que en la Primera Guerra Mundial tenía la costumbre de jugar al ajedrez en la cafetería central de Viena todas las tardes”, narro Manfred Mann en su obra Coffee Houses of Europe (“Cafeterías de Europa o barras de cafe de Europa”): “Era un refugiado ruso muy común que hablaba mucho, aunque era similar totalmente inofensivo, una figura de risa, en verdad, desde el punto de vista de los vieneses. Una vez en el año 1917, un funcionario del Ministerio de Asuntos Extranjeros austríaco ingreso deprisa a la oficina del ministro, jadeante y hecho a perder, y dijo a su jefe: ‘Su Excelencia, ¡exploto la revolución rusa!’. El ministro, menos impresionado y con poco interés que su empleado, negó una afirmación tan disparatada y sobresalto tranquilamente: ‘Abandonar, Rusia no es lugar en el que haya probabilidad de una revolución. Aparte, ¿a qué persona se le ocurriría la idea de realizar un movimiento en Rusia? ¿Tal vez a Herr Trotski, el sujeto que jugaba ajedrez en la cafetería central?’”.
Un número que, ha con tan solo verlo, no comenta nada aunque deja dentro un mundo: 365726. ¿Una fija para Santa closs ¿El códice que se vuelve a hacer en una isla del Pacífico con náufragos y osos polares? En la callecita cortada Piazza di Sant’Eustachio 82, a metros nada más del cementerio, soy víctima de nuevo del mal genio de un mozo romano. Máquinas de cafe.
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