Al comenzó se pone el poeta. Inquieto por los chismes, desconcertado por el su movimiento de manos, criticando la idea de la poca inteligencia, Johann Wolfgang von Goethe, incluso septuagenario pero en condiciones aptas para hacer actividades en las que tenga que requerir de su cuerpo y otras en las que tenga que hacer uso de su inteligencia, en cada tarde piensa que la noche se acerca con el peor de los presagio y que lo nocturno lo hace reaccionar como si debiera de caminar como un vagabundo: no logra alcanzar el sueño. Santo barón del Sacro Imperio de Alemania, adivino de las letras mágicas, sabio de lo natural, una persona que tenía mucho conocimiento de las tradiciones bárbaras, “el último hombre de verdad en todo el mundo que dio un paseo sobre el planeta”, al menos es lo que dice la invitación de George Eliot, tiempo después de todas las meriendas con el miedo pedestre, la posibilidad de alcanzar el sueño era casi imposible. En 1819 y, en sus actividades de la tarde, Goethe busca los el final de su carácter como científico y expande los brazos de su curiosidad que nunca acababan hasta los lugares más cerca y remotas de la botánica, la zoología. Se estudia. Se observa. Lo mata. En la armonía del aparato que juntaba parnaso exclusivo del sabio consagrado se cuestionaba, varios atardeceres, debido a que le es imposible alcanzar el sueño. El artista Goethe bebía un sinfín tazas de café licuado cada día. Aparentan exceso pero no lo es tomando en cuenta lo que ingería antes. En los mejores días de cuando era joven, había tomado las bebidas alcohólicas y el café como y como un tapón para no dejar salir su enorme talento de hace varios años atrás, ya una vez en los 30, las ganas de transformarse en un genio extravagante lo alentó a hacer menores sus libaciones divididas en dos. Incluso de esta forma, apenas en los 40, continua negociando de que el la bebida tenía algo, que lo estimulaba de la peor manera cuando la ingería sin límites, y de esos tiempos en su carta en copia ofendida a la socialicé Charlotte von Stein, que a causa de su mal carácter lo acusaba de ser víctima de nuevo a la adicción de una bebida, no importaron los juramentos que haya realizado tiempo atrás de pasar a ser un humano normal y con libertad sin estar enganchado a la droga. Para sus 70 años, Goethe continuaba acosado por la infusión y estudiado por otras cosas a causa de sus problemas para dormir. Ese fue el momento cuando conoció a Friedrich Ferdinand Runge, un muchacho biólogo alemán que, a sus 24 años, se encontraría con el hallazgo más importante de su vida: descubriría el componente más importante y conocido de la bebida. A comienzos de los años 1800, los naturalistas del viejo continente se ponían ante el interés por la biología de las plantas. El impaciente Runge había nacido en un pequeño lugar afuera de Hamburgo en el año 1795 y, como alguien que no tenía nada que ver de siete hermanos, ya desde pequeño enseñaba una emoción particular: apenas puerto, y en tanto jugaba al biologo diseñando una medicina con el jugo de la belladona, le resbalo por accidente un poco en el ojo y encontró cómo se le cerraba la pupila y se le transformaba borrosa la vista. Eso le causo la vocación y, cuando tuvo la edad requerida, comenzó a estudiar en la Universidad de Jena, en donde le otorgo de médico con excelentes marcas. Ese instituto de medicina continua la doctrina del anatomista alemán Franciscus Sylvius, que recomendaba.
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