El origen del café puede ser también el origen de un dicho que cala hondo en el refranero popular de las tías, casi siempre en alusión a una cuñada díscola o una vecina bataclana: “Está más loca que una cabra”. En las rondas vespertinas de mate y La Morenita en la casaquinta de Los Cardales, donde las tardes se eternizaban en el chismorreo acerca del que justo acababa de irse, escuché la frase mil veces: saciados de chapoteos en la pileta que mi abuelo había cavado a pico y pala, atomatados en nariz y hombros por la impía fuerza del sol en una época en que las mujeres de la familia se untaban en sapolán para freírse, los chicos éramos furtivamente admitidos en la mesa de los mayores y servidos con un café con leche, pan de campo y manteca, siempre que nos mantuviéramos sordos (y, sobre todo, mudos) ante el comentario encriptado sobre una prima segunda que, en su moral reprobada, estaba más loca que una cabra. “Que una cabra loca”, remataba mi madre, en su propia tautología de docente. “Loca”, se repetía y los adultos se daban por anoticiados, con el secretismo de lo no dicho pero entendido. Si “loca” era, en los años de mi infancia, la contraseña para calificar a aquella de conducta amatoria irregular o para definir a aquel de sexualidad extravagante, en el origen de los tiempos fue un intento de explicar el errático comportamiento de una cabra, hechizada por los vapores de un amante venenoso: el café.
No existen pruebas científicas ni datos históricos concretos acerca del lugar o la época del descubrimiento del café pero una fundación mítica, propia de una fábula oriental, ubica el momento
cero alrededor del año 800 en la antigua tierra de Abisinia, que hoy se conoce como Etiopía, un territorio montañoso del Cuerno de África donde su paupérrimo pero digno pueblo adoptó el
cristianismo en forma temprana, aun cuando ninguno de sus vecinos profesaba esa fe. En la sagrada gesta de los tiempos remotos, del otro lado del Mar Rojo y bastante hacia el norte, Moisés había conducido a su gente hacia la libertad. De resonancias bíblicas, Abisinia era el punto de encuentro
entre las tribus africanas y los colonos árabes, probablemente: la cuna de la Humanidad. Y del café, porque el hombre y su bebida sagrada nacieron en el mismo lugar. La leyenda habla de un joven
pastor, que además era poeta, y se llamaba Kaldi. Relajado por la lasitud de su temperamento y lo poco exigente de su trabajo, el buen pastor divagaba por las montañas mientras sus cabras retozaban felices en búsqueda de alimento, gozosas en la libertad de su dieta sin restricciones o de su día sin horarios y, al caer la tarde, el muchacho las llamaba con su flauta para regresar al corral, como un Hamelin con anabólicos. Ellas bajaban de las alturas, la jornada laboral se daba por cumplida y todos contentos. Pero un día que se insinuó aciago y se demostró glorioso, las cabras no volvieron. Con una mezcla de preocupación genuina y el desconcierto del que va por la vida ligero de inquietudes y de pronto se topa con una dificultad, Kaldi vaciló pero se internó entre los árboles para buscarlas; aguzó el oído, se dejó guiar por la intuición y, con el hallazgo, se develó ante sus ojos el aquelarre: siempre apacibles hasta entonces, las cabras corrían embravecidas, se daban tumbazos unas contra otras, se erguían sobre las patas traseras y balaban en un éxtasis frenético. Las cabras estaban locas.
En un rapto de imaginación, Kaldi pensó que estarían embrujadas: esos frutos rojizos que comían con voracidad no podían ser más que los venenitos de un arbusto que no había visto nunca.
Preocupado por la suerte de su rebaño, comprobó con alivio que las cabras no murieron, más bien lo contrario: si el sueño es una manera de morir todos los días, esa noche las cabras no durmieron. “En la Biblia, ‘muerte’ y ‘sueño’ son palabras intercambiables y siempre se refiere a ellas como instancias divinas”, escribió el autor Blake Butler en su ensayo Nada, retrato de un insomne (en la antigua Grecia, el dios del sueño era Hipnos, hijo de Nix, diosa de la noche, y hermano de Tánatos, dios de la muerte, y marido de Pasítea, diosa de la alucinación: todo tiene que ver con todo). A la mañana siguiente, aún con exceso de energía, las cabras volvieron a retozar entre los arbustos y masticar con frenesí las bayas coloradas. Toda gesta fundacional requiere de un adelantado: aquí Kaldi, envalentonado como un Hernán Cortés de las alturas, se animó a probar el fruto prohibido.
Acaso en el anhelo de una epifanía, no murió ni se volvió loco: se defraudó al encontrarlo muy amargo. Pero aun en la decepción recogió una canasta de aquellas cerezas raras y, ya de regreso esa
tarde, en lidia frenética con las cabras todavía excitadas, entregó los frutos del árbol mágico a los monjes de un monasterio cercano, que coincidieron en lo poco agraciado del gusto y los tiraron al
fuego, para desecharlos por intragables: en una elipsis fabulosa, como la del hueso que se eleva en el aire y cae ya transformado en nave espacial, la semilla saltó sobre las llamas, se separó de la pulpa, el grano empezó a tostarse y el aroma del primer café de la historia enloqueció a cabras, hombres y monjes. Si un árbol en la voz de una sugerente actriz francesa puede narrar un mundo que excede los límites botánicos de las ramas, las hojas y las flores, el fruto de un arbusto podrá resumir un universo en una taza, al menos para un niño pródigo en ensoñaciones, fanático prematuro de la bebida y las historias bien contadas: en las tardes de la casaquinta, el general de un ejército de soldaditos de plástico o el cabecilla de un barco pirata, testigo sordo (y mudo, ¡mudísimo!) de un folclore familiar donde alguna prima se volvía loca siempre que los hombres estaban cabreros.
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