En el país del Café con lácteos, el beige es el un animal y comida representativa de la nación. La piel de los morenos hace juego con el verde de los morros y en lo que ingiero un espresso en Ipanema miro que el café clarito del recipiente marca el paradigma del tipo carioca, el de la dama dorada combinación de flor y sirena o el del señor bronce sin tan solo gen negado a ser un deportista. Fugado a Río de Janeiro en el momento que no puedo fugarse a Argentina de “esa tristeza de la noche que va haciendo negra”, según lo dijo con exactitud y belleza Manuel Puig en su programa del ocaso carioca, llega el atardecer tropical. Aun sorprendido por las luces de la tarde, el cafezinho se me reclama como último subidón antes del lado oscuro mojado que el lugar donde todos los felinos son pardos. “¡Operaςao lei seca, toma café!”, exigían los espectaculares de la calle en las calles principales que llevan a la costa o la laguna; el ver a futuro para evitar situaciones de riesgo vial desalienta de ingerir alcohol, todavía ligerísima para ingerir para nada, y se combina con unas ganas nacionales, tan constitutiva del país similar a la frase voluntarioso “organización y avance”: el café. Si en a finales del siglo XVII, en lo que se ilustraba los palotes del Brasil acyual, el primer presidente de las personas normales Prudente de Morais llamo el ascenso de la oligarquía cafetera al Poder Ejecutivo, sus feudos en San Pablo y Minas Gerais cimentaron lo que en ese tiempo se conoció como la “política café-con-leche”: un sistema de dominio muy similar en los ricos aportaciones que las familias patricias tendrían es posesión la bebida paulista y el lácteo mineiro. Cien años después, todos ingirieron la bebida beige y los más amorosos tienen la memoria que esas ganas fueron provenientes de un romance tan prohibido al igual que el de cualquier culebrón, ya que los relatos de corazones normales siempre acaban siendo melodramas. En el momento que los terrenos de Brasil aun eran vírgenes del arbusto un entuerto romántico creo un castillo. En el año 1727, un desacuerdo en las fronteras de dos naciones con la Guyana de Francia (al igual que el resultado de ese acuerdo de Utrecht que decía que la paz en medio de los habitantes de Europa y que acabo con la ofrenda de un arbusto de café al rey Luis XIV) reclamo la mediación de un profesional con habilidad. Y se dirigió hacia ese destino desde ese lugar fue enviado un amable soldado portugués/brasileño de nombre Francisco de Melho Palheta: segun los gustos de la esos tiempos, todo un guapo. ¡Qué pómulos afilados! ¡Qué bello facial puntiaguda! El amor tenía una operación de gusto general (volver a establecer el borde de un país convenida en el lago Oiapoque) y una operación que nadie conocía: transportar para el Brasil unos granos de café, que habían metido a las Guyanas desde Surinam y que las autoridades vigilaban con celo enfermizo. Al igual que antes los árabes y posteriormente los holandeses, los capos de las colonias tenían instrucciones específicas desde las metrópolis para cuidar el cepo en sima del escándalo y no tener que pasar por la situación de que el arbusto, creador infinito de placeres sensuales y estímulos intelectuales en las cafeterías de Europa, cayera en manos (¡terrenos!) de otras naciones. Todo esto conto con pompa diplomática el señor Claude de Guillonet, Señor d’Orvilliers, autoridad de la Guyana de Francia, en una comida ofrecida en honor del mediador. básicamente, nunca le darían los frutos, en previsión de que el Brasil no se comenzara en su cosecha.
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