Máquinas de cafe y el archivano

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maquina cafe libroLa orilla geográfica, un faro. En el faro, una luz. Y en la luz, una amenaza: “La bebida hace perder la conciencia a algunas personas”. Con la repetitiva escena del blanco y negro y el brillo admonitorio de las advertencias, el aviso llevaba desacuerdo a las mesas del almuerzo de Estado Unidence en los meses en que la salubridad se transformaba en una prioridad nacional y acababa con la oración que causaba desacuerdo la cual, aun en la conciencia de su sintaxis como en el dudoso de su explicación, crecía el interés: “Hay una causa”. En lo que la nacionalidad gringa pudientes a finales de los años 1800 guardaban recamaras en los balnearios y baños de Battle Creek para darse a las insufribles sesiones de enemas, una gran grupo proletaria comenzaba a ver la alimentación como un rumbo de ida a la santidad sanitaria. La primera vez en la historia, y como descendencia del higienizo, la alimentación solía ser tomada en cuenta como algo más que un combustible para la vivir. En medio los clientes del médico Kellogg se distinguía un tal Charles William Post: nervioso, reclamaba que lo nombraran C. W. y, cuestionado por el rosario adventista que excomulgaba las infusiones, en poco tiempo descubrió en el elemento del café lo que tenía la responsabilidad de sus arranques de su mal carácter, de los errores en sus reservas de ganas, de los renuncios en su templanza. Taciturno y desnutrido, comiendo yogur, enemas, hectolitros de cualquier liquido y granos de maíz, durante una internación año que los maíces tenían una probabilidad de ser un buen sucedáneo de la maldita bebida y en ese momento él pensó que sus pocas energías al inventar una bebida que llenara las recipientes con pocas onzas de buena salud. En una puerta de megalomanía, el señor Post nombro “Postum” a su producto y, tal vez como consecuencia inevitable de su mal carácter, compró muchos metros de periódicos y revistas con propagandas negativas, en donde un faro amenaza del naufragio inminente. “existe una causa”, repetía Post, todo el tiempo elíptico, nunca dejando de ser curioso. Con el paso del tiempo, sería el hombre Burns del café: rico y egoísta, era el señor al que todo mundo lo quería pero al mismo tiempo odiaban (un reportero lo narro como “convincente, impaciente, nervioso, obsesionado, dogmático, dejándose llevar por la apariencia y con un orgullo muy grande”). A la mitad del siglo XIX en Springfield, Illinois, amasó una prosperidad en muy poco tiempo no con una planta nuclear más bien con una ferretería, que se inauguró 15 años más tarde. Y vendió doce meses después. Aquellas primeras monedas le dieron ganas en su alma de empresario y, si una sola característica tuvieran que elegir la población de estados unidos para consagrar a sus superhéroes pedestres, esa característica sería la virtud de convertirse en gente con poder económico. La lengua inglesa tiene una palabra misteriosa para dar a conocer el significado a estos señores: tycoon, que en español no hayo una traducción precisa (“magnate” se acerca pero no dice el significado del alma emprendedora de un tycoon original). En los últimos diez años de 1900, C. W. Post atravesó la mitad del país negociando maquinaria agrícola, creo una olla que no hacia vapor, empezó una empresa de tejidos de lana, invento un instrumento mecánico y unos tiradores “que no se pueden ver” que, de la manera de los corpiños sin breteles, juraban elegancia y discreción al señor. Pero las ganas en hacer crecer su economía lo dejaron cansado: tanto que, aun cuando era joven y sin enfermedades físicas, se transportaban en silla rodante.

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