“Bebo, después esta mi existencia”. Junto a la miopía del negocio que formo de mí un señor con pensamientos pero sin suerte, codicio el eslogan que ilumino el Café Descartes, en medio de Chicago. La cafeína, con su juramento de estimular sin renuncios, del fuego del ardor mental, fue la gasolina culta para el pensador diletante de todos los tiempos. “Pitágoras nunca agarro un latte, Sócrates nunca le dio un trago a un macchiato…”, dijo Donald Schoenholt, un probo cafetero identificado como “el papá del café americano”, en la portada de Coffee, Philosophy for Everyone, una obra que compila ensayos de intelectuales, periodistas y antropólogos que examinan ética, estética, metafísica e intelectualmente del café: “La teoría se aprovechó del café en más de mil años debido a que el café, tal vez más que cualquier otra bebida, se dio a conocer con la idea del occidente desde su llegada a un viejo continente a través de ciudades de España durante los años 1600”. Una historiadora de la bebida explicaría que la Ilustración hayo un estampado a la que amar en la imagen de un molinillo de granos de café que se hizo pública Denis Diderot en su mítica Enciclopedia, allá por la mitad del siglo XVIII. Y mientras Balzac pontificaba con la retórica del recién alivianado, intelectuales de diferentes tiempos y niveles, como Hegel, Rousseau, Marx, Dylan o Lincoln se asumían como adictos al café (en un viaje al Museo Ford, a corta distancia de Detroit, pude admirar de corta distancia la mancha de sangre que el ex presidente de Norte América puso en la parte trasera de su asiento en cuando sufrió la inconveniencia de ser matado y entonces me acorde de su frase que en pocas palabras cuenta las incertezas de la verdad líquida: “Si esto es la bebida, por favor deme un té; en caso de que esto sea té, por favor deme un café”). “La cronología personal sería que la bebida y la filosofía se unen al igual que el juego anterior y el género”, igualo a Michael W. Austin, editor de best sellers que observaron detenidamente la mente filosófica en función de la paternidad, el deporte o los canales de televisión, en medio de diferentes temas de la cultura más conocida: “Uno puede tener uno sin el otro, pero lo segundo todo el tiempo es mejor posteriormente de lo anterior”. Si en su nacimiento etimológico del griego de antes de que manera explican “amor por lo intelectual” la filosofía es “el análisis de muchos conflictos principalmente sobre de cuestiones como la existencia, el conocimiento, la realidad, la moral, la belleza, la mente y el idioma” conforme hechos racionales, la bebida es un inductivo de la inteligencia lenta, con la paciencia entendida como equidad, en el sentido que acuñó el reportero de Canadá Carl Honoré, creador de Elogio de la lentitud, el instructivo de instrucciones del movimiento lento en inglés: “En la mente de la lentitud, los sujetos hayan energía y eficiencia allí en donde tal vez menos lo estaban aguardando: en la acción de realizar las cosas con más calma”. ¿Existe Dios? ¿Cuál es el sentido de vivir? ¿El destino lo podemos escoger nosotros? ¿Debería tener azúcar? La existencia está llena de grandes e interesantes preguntas y bastantes (¿todos?) se debatieron en alguna mesa en donde se haya practicado la ética de la bebida, como el señor francés Flore, en el lugar que Jean Paul Sartre, sintiéndose mareado, tomo anoto en una servilleta: “Todo encaja perfectamente, a excepción de cómo vivir”. En mis primeras fiestas de verdad cuando me ponía ebrio, un anhelo de sobriedad añoraba las mañanas lúcidas cada vez que no lograba ver el sentido de algo lo que me comentaban o cuando me espantaba de mis propias risas alocadas y chillidos de poca gracia de maquinas de cafe.
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