“¡Ah, que rico sabor tiene el cafe de esta máquina! ¡Más alentador que un millón de caricias, aún más dulce que el vino moscatel!”: las frases, adictivas como un café repleto de azúcar quemada y azúcar normal, se me pegaron en los tiempos en que el didactismo de repetir muchas veces las cosas me forzaba a aprenderme oraciones como perico (“ay dudas de mí, ay poca felicidad, apresura cielos pretendo, ya que me llevas así, ¿qué delito he hecho que afecte a ustedes naciendo?”: una manera de economía en la forma más antigua de comunicarse me hace más lento el avance posterior a proseguir con las frases tristes de La vida es sueño que la maestra de Literatura nos hacía practicar repitiendo en una formación de una persona tras de otra). Al igual que el estudiante de una escuela religiosa con pocos rigores ni sobresaltos, justamente el desconcierto gracioso de cada escena colegial en que la maestra de artes actuaba de manera extraña o poco común en sus señales del piano en donde el Himno o “Aurora” se tocara por si sola siempre en casete, memorice los párrafos que sellaron un compromiso: los de Johann Sebastian Bach y su Cantata de la bebida, la declaración de la amistad más lírica y perdurable por los líquidos. En los tiempos de 1700, en el tiempo que Federico el Enorme decidió a prohibir el café en las amplísimas extensiones de su Imperio prusiano con la oración que lo consagraba como bases y final del Estado (“su Majestad fue criado con bebidas alcohólicas”, atestiguo acerca del con la retórica del mesiánico), el inductivo de zonceras Alemanas volvió a decir lo que comentaban los doctores afiebrados de la corte verdadero: que la infusión causaba prepotencia en los señores y esterilidad en las señoras. El histerismo controlo muy apenas, que volvía a decir la vulgata con ambiente científico. “Te lo comente”, se daba actitudes la mujer normal en copia a la soledad amatoria del marido. Ya en esos tiempos esta bebida era el instigador satírico de bastantes polemistas, como el artista dublinés Jonathan Swift, que había presentado la noble opción de alimentarse de los niños de nacionalidad Irlandesa al igual que una forma práctica de poner una respuesta de la pregunta del hambre todo el tiempo en réplica a “la idiotez, aspereza e ingenio volviendo a buscar de la charla de las personas formales”, o el compositor sajón Johann Sebastian Bach, que se quedó muy impactado a la lectura el poema de un escritor de nombre Picander, el cual en sus Fables parisiense (“cuentos parisinos”) se horrorizaba de la reinante moda del café en Francia, en el lugar donde sus habitantes fallecían de a docenas por la adicción al café como fanatismo del momento: “‘Ay’, exclamaron las señoras, ‘retiraron mejor nuestro pan. ¡Pero no podemos sobrevivir sin la bebida! ¡Seguidor falleceríamos!’”. En la Escuela Musicum de Leipzig, tres artistas, flauta, cuerda y siguió interpretaron las frases de la Cantata del café: en la apertura de un poco menos de un minuto, un tenor (“similar a los evangelista de las Pasiones”, comercializan las reseñas de música intelectual) explica lo que pasara: si las tensiones generacionales fueron una inspiración para el arte, como una obra de teatro Romeo y Julieta hasta Amor sin barreras, la cantata número 211 de Bach se pelea a los parientes e hijos en el castigo o la defensa de un estimulante que hacia mayor las preocupaciones filiales. La historia cuenta la historia de Lieschen, una niña puerta caprichosa, insomne y fanática por el café con el espíritu indómito de cualquiera de las princesas de las caricaturas (como La Sirenita o la gitana Esmeralda, nunca La Bella Durmiente) porte maquinas de cafe y barra de cafe con servicio de coffee break
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