Los huesos de la boca patinan, lustrosos y pulso cortante como pueden ser cuchillos encima del agua congelada: el azúcar me asesina. Y en lo que siento que, con un recipiente de refresco, mis dulces pierden su color como un canino viejo lo filoso de sus dientes, la tentación de una pinta congelada se me hace irresistible en las tardes calurosas: si una liturgia matinal me obliga a comenzar el día con un recipiente lleno de excelente café de maquinas, una costumbre mañanera me limita tomar una gaseosa antes de la tarde, al mismo tiempo que tomo y me lastimo con la incógnita: “¿Tengo que sumar este recipiente a las tazas de café que ingiero cada 24 horas por día?”. Una mala costumbre sanitarista le da ánimos a contar las calorías y censar el componente principal del café, en filas de números que crecen las taras de una persona obsesiva compulsiva con pensamientos de salud sin máculas. Toma el bebé. Ahí en donde se haya contado que el refresco y el café usan el componente, en esa matriz demoníaca (¿puro veneno?) se oculta la incógnita que hay probabilidad de que sea el fruto del demonio: ¿por qué los padres le dicen no al niño un ristretto pero completo de refresco sus mamaderas? En sus comienzos, el refresco era un tónico medicinal que se comercializaba en las farmacias, eureka fundacional del químico John Stith Pemberton, experimentado en batallas, viciado a la morfina, entusiasta irredimible, víctima precipitada de un cáncer de pansa, señor total según el canon del año 1800 y fundador accidental de la bebida en lo que buscaba una cura contra las enfermedades gasto intestinales. En los tiempos dorados del curanderismo, Pemberton transcurrieron los últimos meses de su vida sacando a la luz la verdad que su bebida haya transportado la droga a la mesa de las casas puritanos, peor él estaba sospechosamente encantado por las probabilidades terapéuticas de la hoja de una planta crecida en Perú, tan lejano y escondido de Atlanta, Georgia, como Saturno de Parque Chas. Casi acabando los años 1800, las naciones del Nuevo Mundo habitaban los cambios más exageradas de sus pobres anécdotas: mutaban de precarias sociedades de sociedades agrícolas a complejos conglomerados muy comunes con empresas, compañías y talleres. En los América, aquella empresa de refrescos de Pemberton se anunció como “un remedio para los nervios”, una receta que nunca fallaba en contra de la maldad de esos tiempos. “El diagnóstico de la experta en los nervios era un símbolo de buen desarrollo y de una alta clase social”, dice Mark Pendergrast en Jesús, Patria y la empresa de refrescos, la historia a fuerza del refresco más conocido de la tierra y de la compañía que la fábrica, un libro que volviendo a construir la mitología de una nación por medio de su bebida insignia de las máquinas de cafe: “únicamente las personas inteligentes, con temperamentos refinados, o inteligentemente siempre activas, se encontraban expuestas a esta afección. Los trabajadores de la empresa eran muy ignorantes y saludables para ser afectados”. Por primera vez en la historia, y al mismo tiempo que el doctor Freud gastaba los resortes de su diván (e incluso entonaba su “canto de alabanza” por las bondades de la hoja de una flor desarrollada en el Perú…), la pelea de clases encarnaba en una nueva manera de enfermedad, la neurosis. Y en contra los síntomas, una bebida con una fórmula que poca gente conoce. Y en la fórmula secreta, un componente fundamental: la cafeína. Inodora, insípida, impía. Las tensiones entre una sociedad tradicional y las modernidades fabricante se dirimían en los tribunales feligreses: “Es duda de Dios”.
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