En las horas interminables de los terrores nocturnos infantiles, cuando el sueño me esquivaba por culpa de ese último café después de la cena y los monstruos se insinuaban ominosos desde debajo de la cama, me quedaba quieto envuelto entre las sábanas, siempre tirantes como una mortaja, y hablaba en silencio con Él, que según los dictados de la catequesis vespertina nunca nos dejaba solos. No podía siquiera imaginar, o mucho menos explicar, cómo era que alguien me escuchaba, pero lo creía: establecía diálogos fantasiosos en los que mi soliloquio era maníaco y cafeinómano; relataba con un detalle minucioso lo que había hecho en el día, relato que invariablemente empezaba con la primera micción y el primer café y que, completada la descripción de la jornada y aún no llegado el sueño, volvía a empezar con un nivel mayor de detalle. Si en la primera vuelta el cuento se iniciaba con “tomé un café de máquina”, en la segunda decía “agarré la taza, la acerqué a mi boca” y en la cuarta o quinta era capaz de relatar el milisegundo de una deglución con la precisión de un entomólogo hasta la exasperación del cálculo: con cada ronda de “relato del día” restaba minutos de sueño, lo que me condenaba a llegar irritado y mal dormido, el calvario de la misa matutina que en el colegio de curas era obligatoria una vez por semana. Con interés morboso, me intrigaban los paralelismos entre el vino y la sangre de Cristo y, entre los alumnos aún no comulgados, nos reíamos del padre Luis María y sus libaciones: estábamos seguros de que se demoraba más de lo prudente al beber del cáliz y que en la intimidad de la sacristía se empachaba de hostias; más que mojarse los labios con vino dulce suponíamos que, al terminar la misa, se rendía a dormir la mona de una módica borrachera de media mañana, cuyos efectos combatía con una infaltable taza de café hervido que lo acompañaba en su peregrinar por las aulas. Como buen pastor con su rebaño, nos animaba en el tránsito virtuoso por “la viña del Señor”, paraíso mítico del que no entendíamos qué era ni adónde quedaba y que él explicaba con el hermético e intrigante: “Es un misterio de la Fe”.
En el ranking de las historias bíblicas más repetidas (digamos, los best sellers de la catequesis infantil que en aquellos años tenían que competir con las hazañas y los milagros de santos contemporáneos, como He-Man o Mazinger Z, por citar solo algunos) estaban la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y su condena eterna a ganarse la vida (lo que preanunciaba el calvario de vivir como un asalariado), la horrible y fascinante mutación de la mujer de Lot en estatua de sal como castigo por su curiosidad irrefrenable y el anuncio del arcángel Gabriel a María en lo que nueve meses más tarde se convertiría en el más fabuloso misterio divino. Nada se nos dijo entonces de la función de Gabriel como barista celestial porque recién de adulto pude conocer la leyenda que repitieron cristianos y musulmanes durante siglos: se contaba que el legendario rey Salomón, afligido por una plaga sin cura que estaba diezmando a un poblado de fieles, le pidió consejo al arcángel, siempre voluntarioso en su proximidad al trono de Dios, quien le recomendó que tostara unos granos de café yemení que le devolverían la salud a los enfermos. Y santo remedio.
Mientras la infusión se convertía en la bebida sobria que acompañaba los esfuerzos de vigilia de aquellos consagrados al rezo, una legión de curas, beatos, monjitas, devotos y laicos consagrados encontraban en la taza un guiño divino (ya de grande, convertido en un misionero del café, pude comprobar los esfuerzos titánicos por hallar los orígenes sagrados de la infusión). Alrededor del año 1700, el erudito George Paschius escribió en su ensayo New Discoveries Made Since the Time of the Ancients (“Nuevos descubrimientos hechos desde la época de los antiguos”) que el café fue uno de los dones que el rey David le dio a Abigail para calmar su ira contra Nabal, según se narra en el Antiguo Testamento (Samuel, 25:18). “Aunque, claramente, ‘las cinco medidas de grano seco’ mencionadas eran de trigo, no de café”, desmitifican los investigadores estadounidenses Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en su ensayo relacionado a la cafeína, en torno a la lo que podría ser la droga popular del mundo. En el libro cuenta que el ministro suizo Pierre Étienne Louis Dumont ubicaba la presencia del café en las Sagradas Escrituras desde tiempos inmemoriales, mucho antes de aquel fundacional año 800, como cuando Esaú vendió su primogenitura (lo que implicaba renunciar a su herencia y su patriarcado) por un plato de granos, que no serían lentejas sino café en lo que habría sido el renunciamiento más oneroso de la historia, o como cuando Booz permitió que su futura esposa Rut recogieras los granos secos (sí, de café).
Si en la soledad de mi habitación de niño cada noche de insomnio renové mi esperanza de escuchar una respuesta de Él, en las vigilias de mi adultez dejé volar mis devaneos con la imagen de Gabriel acodado en la barra del Cielo, con la solícita vocación cafetera de un mozo de los de antes en un bar de viejos, atento en el consejo y diestro en el despacho del espresso: ahí donde una leyenda del Islam haya contado que el arcángel sacó a Mahoma de un letargo insano, devolviéndole la salud y la virilidad con “una bebida tan oscura como la Gran Piedra negra que hay en La Meca”, poción mágica gracias a la cual el Profeta se sintió con el vigor suficiente como para domar a cuarenta caballos y poseer a cuarenta mujeres, con cada bostezo fantaseo con entrar, hacer un guiño y pedir “lo de siempre” en la botica del ángel.
Nicolás Artusi, El libro negro de cafe
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