Los tres muñecos se ponían de pie duros al final de la vista cargados del lado derecho y, aun su presencia dura procure pasar por todas partes la idea de una bienvenida hospitalaria que no conoce de huelgas ni despidos, son similares a los bufones de las fiestas para niños o el pato Donald no bien hecho de una calesita que no da dinero royalties a la Walt Disney Corporation: asustan. Gardel de pie; Borges, sentado con abatimiento tanguero; y una mujer que nadie conocia (¿Alfonsina Storni? ¿Victoria Ocampo? ¿China Zorrilla?) Le dan miedo a la gente del Tortoni y, en medio de los vitrales y la boiserie, se pone el ambiente frio en la mueca para que se aparten los niños y a los grandes sin dificultad. Similar a los monumentos de Madame Tussauds, que causan el miedo más que el anhelo de ir junto con los ídolos en su expresión cerúlea, ahí de pie y tan pesados se ven casi iguales a que estaban enfocados en enfriar un tiempo del pasado de cafetines franceses, que heredaron de los tiempos en que Buenos Aires se pretendía al igual que “la París de Sudamérica”: si en su tristeza acompasada el tango se regodeó en la tristeza del recuerdo del pequeño que tenia la vista hacia afuera, el Café Tortoni se asume como el último de los grandes. “En este café se asimila que la época se hubiera parado al igual que en un daguerrotipo, en el momento que él las personas juegan al pool, a las cartas, o solamente ingieren un café con los amigos”, comentan los anuncios que hacen del Tortoni un gran sitio para que visiten los turistas. Pero el sepia sea el color principal del cafetín normal, similar a si fuera un filtro viejo se lograra ponerse encima de la vida real, fue ese el lugar en el que la necedad porteña pedía una y otra vez en jactarse de la tradición cafetera del pueblo, que caiga la ultima leyenda: por aquí no se ingiere mucho café. Telón. Cuando estaba a punto de acabar el año 1858, un señor de Francia del que justamente se hizo famoso por el apellido (monsieur Touan) abrió una confitería en la esquina de las calles Rivadavia y Esmeralda y, para el nombre, se baso en una taberna que funcionaba en el Boulevard des Italiens de de la capital de Francia, era el lugar en el que se reunían los sabios de los años 1800 (los sabios del siglo XX se dieron cuenta de que en la antigua novela Rojo y negro, Stendhal dijo algo de un “café Tortoni” de París). En el tránsito de un siglo a otro, el Tortoni porteño fue dado en venta por otro señor francés de nombre Celestino Curutchet, al que la historia original cuenta como “el normal anciano inteligente de Francia, menudo de físico y fuerza de carácter, que estilaba la antigua perilla grande, con ojos con mucha vida y que utilizaba un casquete árabe de tela oscura; casi una persona inventada de un comic”. Ya en su lugar de Avenida de Mayo 825, la elite sabia porteña inicio a llamarlo y, con el artista boquense Benito Quinquela Martín al igual cicerone, se llamo La Peña, un punto de reunión de los bohemios que usaron de almacén de bajo de la tierra, con el beneplácito del anciano Curutchet: “Los pintores usaron poco pero le dan lustre al café”, comentaba con lucidez. Era el año 1926. Con sus mármoles y sus recipientes, el Tortoni sacralizó una foto graciosa para las tabernas famosas porteños, no muy diferentes de los de la capital de Francua o Viena.
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