En los reclamantes de las empresas británicas del cambio Industrial, el desarrollo de la máquina de producir café resumió la urgencia de proporcionar cafeína como elemento a los trabajadores que supuestamente tenían que estar pendientes en la línea de montaje, en lo que el té se disfrutaba de a pequeños tragos sin sonido, con pompa y situaciones, en los cuartos de las mujeres de la nobleza de Inglaterra (al tiempo que, en la lejana isla del Sol Naciente, las masajistas se arreglaban en el chanoyu, el difícil evento del té de la que ningún japonés de estos cien años nadie participó nunca). Siendo supervisado por los inquisidores de todos los tiempos, el café fue criticado como un vicio mortal, casi una bebida de díscolos y bohemios, un causa nada conveniente para la delicadeza de la mente o un aditivo para los trabajadores estresado y el juerguista especifico. Pero el té fue la bebida del sosiego, un bálsamo recogió para el meditabundo; en donde uno haya dejado de dormir la ira de Honoré de Balzac en su diatriba en contra de la gracia del humano, el olor del otro habrá hecho el recuerdo del remilgado Marcel Proust, todo el tiempo nostálgico, siempre lastimado de melancolía. Si en la rutina de un niño con interés en poco tiempo en los intereses de los grandes el café era una petición y un lloriqueo tempraneros, el sustituto de la infusión solo era aceptado, en medio resoples y bufidos, por la regaña materna en tardes de anginas o de problemas: por saber poca información y médico, el tecito con limón fue (es y será) bebida de enfermos. “Al mismo tiempo más pensaba de ella, mayor paradójica se asimila la dualidad de la religión de la cafeína”, narran Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en la tierra de la cafeína, la ciencia y la religión al rededor a los vicios más conocidos por la gente: “Posteriormente de todo, tanto el café como el té son elementos de olor que provienen del vegetal que se ingieren frías o calientes en cantidades parecidas, las dos se combinaban muy seguido con lácteos o dulces, las dos están disponibles en todo el mundo en casi todos los comercios de abarrotes o restaurante en la sociedad civilizada y las dos tienen el similar contenido alcaloide psicoactivo igual: la cafeína”. En un planeta separado en medio Occidente y Oriente, izquierda y derecha, Coca-Cola y Pepsi o búhos y alondras, el café y el té hacen más clara la parábola novelesca de los familiares en medio de un pleito a muerte, en mi casa de cuando yo era pequeño: los turcos Hassan, que alzaron una medianera exactamente en la mitad de su establecimiento y ahí donde había una sedería de la noche a la mañana existieron un par, vueltos a ser nombrados con los costos “Sedería Hassan I” y “Sedería Hassan II”. Era tierras de guapos; ya desde la correcta de la avenida se respiraba el perfume del café a la turca, que realizaba una de los matrimonios, laboriosa en medio de telas en los fondos del negocio y alejada afuera de la cuñada pero en el mercado, atrás de los esposos enemistados, cambiaban cotorreos cómplices. Como en el espresso la cafeína se coloca con la punición de un emocionante moderno según los limites morales del regulador, en el té se absorben como remanso para lo que es el alma. La casa de café, que de hecho tenían máquinas de café, es un lugar donde todos tienen palabra para facilitar la socialización, un ágora publica para debatir los sucesos del mundo; la casa de té y no las barras de cafe, es silente como un coto privado, íntima y decorosa en sus costumbres.
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