El colombiano más conocido del planeta no es colombiano. La playera blanca, el gorro paisa y su burro fiel, a la que llamo Conchita, desentonan en medio los edificios grandes vidriados, los carros amarillos, los trajes de buena marca y el revoltijo de Madison Avenue, en el centro de Nueva York, aunque ahí Juan Valdez, al igual que el Benjamin Button del dudoso caso narrado por F. Scott Fitzgerald: regreso a la tierra con cinco decenas de años y un bigote muy voluminoso renegrido. Por tiempo y alrededor, la historia bien podría haber inspirado del desenlace en una etapa de la serie Mad Men, con todos esos señores locos por la publicidad, la droga, la bebida alcohólica y los corpiños de circulo metálico: a mediados del siglo XX, la empresa Doyle Dane Bernbach (DDB) fue campeón de la cuenta de la Federación del País de Cafeteros de Colombia para ser el representante a los 500.000 pequeños caficultores del país de América del sur. A diferencia de lo que le paso a Brasil, en Colombia no se crearon enormes latifundios con jefes esclavistas: la producción del café se expandió en minifundios (cientos, miles), todas pequeñas granjas familiares con formas semidomésticos de siembra y responsabilidad. Los productores de cosechas, juntos en una federación desde el año 1927, previnieron la necesidad de darle forma y cara al cafetero sin ser conocidos para hacer mayor sus ventas ya que sufrían de producción poco pagada. Con una valija repleta de semillas quemadas para triturar y filtrar (y un millón de dólares en efectivo), dos colombianos migraron hasta Madison Avenue y, posteriormente de unas cuantas citas de negocios bastante dotadas de agua, la epifanía creativa hizo famoso a un embajador de buena voluntad que, con la cara de ala ancha y una expresión amable, convenció a todo el mundo de que el mejor café esta abajo de los cerros de Antioquia o Caldas. La empresa DDB pago hojas de publicidad en The New York Times y en tan solo cinco meses logro que el 87% de los estadounidenses reconocieran a Juan Valdez como un señor de confianza, pero el falso cafetero colombiano nacido en Nueva York debía su nombre a un estudio de mercado para que los yanquis lograran decirlo sin dificultad y su cara bonachón, al actor José Duval, que era cubano. En el origen de uno de negocios más importantes del siglo XX están dos severos pequeñas personas de religión católica. Doscientos años posteriores, el café se encontraba arraigado en las Guyanas, que aun tenían los arbustos con celo: si en el Sudamérica, el señor Francisco de Melho Palheta hizo uso de sus ardides amatorios para transportar el grano a Minas Gerais, en Colombia, los religiosos Francisco Romero y Raimundo Ordoñez cosecharon unos arbustos que se habían llevado de las Antillas: ahí fue ese el tiempo, el final humilde justifique la comisión de un delito religiosos, los curas evangelizaron con la semilla. Formados cerca de la orilla geográfica con Venezuela, hacían la copia de un especial catecismo de espionaje: posteriormente de la pedir perdón de dios, y al igual que el complemento al recitado de las oraciones y las avemarías, a los delitos religiosos se les castigaba como penitencia la cosecha de los cafetos, en cantidades totalmente proporcional con el impacto del pecado. Desde esos tiempos, toda persona que se transformara a ocurrir machacante “por mi culpa, por mi culpa, ¡por mi gran culpa!” cosechar café como castigo: a criticar por los resultados, era una ciudad de pecadores. Colombia se puso repleta de arbustos de café divididas en los totalmente verdes lugares menos poblados de Cúcuta, Santa Marta, Bucaramanga, Manizales o Armenia. Porteare barras de cafe
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“El café se metió en los edificios de la vida diaria de las costas, las capitales, los centros de negocios de adentro y el bosque, uno y uno la actividad de negociantes, prestamistas, terratenientes, tenderos, profesionales, burócratas, pobladores con bajos recursos y granjeros”, narro el historiador Robert Williams en States y Global Evolution: Coffee and the Rise of National Government in The United States (“naciones y cambios globales: el café y el ascenso de los gobiernos del país en continente americano”, un cuaderno hecho público por el centro de estudios de Carolina del Norte, Norte América, a finales del siglo XX). Algunos hallaron justo una forma de sobrevivencia y uno que otro se transformó en una persona con mucho poder adquisitivo millonario. ¡Muy cerca! Aunque, con mayor importancia, el café hizo una identidad famosa con un folclore de historias, romanceros y apariciones de La Llorona nacida a tras de la fama y los logros de los sembradíos en cada “cogida” (la siembra de las semillas) y formo una leyenda que da una taza en forma de curación para cualquier cuita: si una costumbre tranquila hizo de Costa Rica una nación progresista sin ejércitos, en medio de otros países del centro de América el café se reprodujo sin responsabilidad ni concierto, con las tazas que les brotaba la sangre, cansancio y tristeza. En Nicaragua, la última nación de la creencia de sembrar café pero el primero en expresarse, los indios agredieron en malón el hogar de gobierno en Matagalpa, en el centro de la creencia cafetalera, y solamente hay fue el lugar en el cual exigieron el final del esfuerzo obligado que los plantaba en la esclavitud más fea, el ejército protagonizo o lidero una matanza enorme en contra ellos; aunque la resistencia de los granjeros se sostuvo aparte en lo que el gobierno del jefe José Santos Zelaya, que era hijo de un granjero que cultivaba café y que posteriormente del cambio Liberal en el año 1893 ayudo a la fabricación del café pero los guerreros habían matado al productor más importante de la nación. En El Salvador, la expropiación de los terrenos boto a la calle a millares de indios migrantes hasta el punto en que, en los diez años de 1880, se expresaron en contra las fuerzas opresoras, quemaron las plantas de café que completaban de riqueza a los blancos y, en contestación, el gobierno dio a la ley que andaba en caballos de chicotes y cuchillos que pegaban y cortaban las extremidades a los indios con el fin de que los hombres del café, todos con herencia patricios hispanos, lograran disfrutar de sus riquezas, en lo que los soldados se alternaban en las dictaduras y en la compañía de la calma que antecede al desastre. En Guatemala, el jefe Justo Rufino Barrios, hijo de una familia con muchos recursos que sembraban café desde que los jesuitas transportaban las primeras matas el pueblo colonial de vieja similar a la decoración para su monasterio, recibió el poder en el año 1873 y saco a los indios de los terrenos de café y los usó similar a la ayuda que recibió esclava, transformando a la nación en “una colonia penal” que no respetaba a las damas, sometía a los infantes y mataba a los señores. El holocausto de los Indios fue tan efectivo en su monstruosidad que, en medio de los años 1890 y 1892, los blackbirders, o esclavos guatemaltecos, requerían ayuda y en ese momento pagaron 1.200 trabajadores de los archipiélagos Gilbert, actualmente la República de Kiribati, en el medio del mar Pacífico al norte de Australia, para trabajar en los sembradíos de café.







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