Una casa de café y 58 libras de este, unos 26 kilos de mineral oscuro: esto fue el testamento que el William Harvey dejó a sus socios del Real Colegio de Médicos antes de fallecer, el 3 de junio de 1657, fue el día en el que con sus últimas energías agarro voluntad final: que todos los meses recuerden cuando falleció logrando completar una taza de café hasta el momento en que esas exiguas provisiones se terminaran. Era un doctor de pura sangre. Se le agradece a Harvey, fiel médico de la corte del rey Carlos I, haber sido la primera persona en los detalles de las corrientes circulatorios, un temprano Magallanes de sangre, una persona muy positivista encantado por esas carretera sin peaje que transportan biodiesel hasta la parte más alta del cuerpo: pero faltaban dos centenas y media de años para que se hallara el componente más representativo del café como vicio natural, sus reacciones estimulantes eran bastante notorias para los anatomistas, todo el tiempo estuvo buscando de alejar el sopor, sobando la obsesión de la vigilia de toda la vida. Cincuenta años antes de que se abriera la primera casa de café en la capital de Inglaterra, el sibarita Harvey transportaba desde Italia su despensa privada de frutos del café, con los que realizaba una infusión sucia y turbia parecida a las aguas del Támesis, que compartía en medio de sus socios con la incógnita de un hechizo secreto debido a que en sus años de estudiante en Padua se había convertido un fanático de esta bebida. Y si es verdad que la historia guarda a los enormes hombres la potestad de una de las ultimas opiniones en paz con su estatura en cuanto a la historia (el que extraña “ay, país mío” de Manuel Belgrano o el pragmático “apaguen el alumbrado” de Theodore Roosevelt), el folclore enserio le honra a Harvey una especificación del amor que le daba a su bebida preferida en el peor momento: “¡Este pequeño grano es el lugar de donde viene la felicidad y todo lo intelectual!”. En medio crecimiento del viejo continente de las ciencias y las artes de la medicina, los médicos creían que el café a la gaveta del boticario: formaba parte del vademécum de las farmacias de ese que tuviera en posesión que recetar una solución para la fatiga o la tristeza. Con las ganas de una nueva historia de espectros, en medio los círculos comenzados se repetían historias de sorprendentes consecuencias del vicio a la bebida, pero apenas en el año 1890 se haría público en Francia la práctica llamada Del cafeísmo crónico, que daba a conocer el consumo exagerado como algo malo. El componente estaba en el banquillo y el jurado solía actuar de manera muy justa. En una combinación de ciencia victoriana y relatos de miedo a lo Edgar Allan Poe, los enterados hacían correr las fábulas brutales: se mencionaba que el rey Gustavo III de Suecia había dado órdenes a un preso por homicidio que solo tomara café hasta su muerte, como un tipo de condena que pensaban seria parcial a sus acciones y también serviría para la investigación de los médicos: facilitaría conocer las consecuencias nocivas de la bebida (con gran pena para sus seguidores, el monarca atribulado por su propio vicio a esta bebida fue víctima de las dudas palaciegas y lo mataron en la Ópera de Estocolmo; alcanzo a librarse de esa el condenado). “Digo posterior mente el resultado de una prueba realizado en Inglaterra, cuya veracidad me aseguraron un par de sujetos dignos de confianza: un científico y un político”, agrego el novelista Honoré de Balzac en su rico.
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