El café de Venecia

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Venecia, la ciudad que se transforma menos que otras ciudades al pasar el tiempo, era el representante de puerto marítimo en Europa, una nueva república independiente que funcionaba como un segundo mercado comercial junto a China y las Indias, donde se vivía con la mayor tranquilidad moral que nacía de los festivales y su gobierno laico: un lugar muy reconfortante de gente con altos cargos o incluso con gente trabajadora para el gobierno más aparte una que otra prostituta. Por esa entrada regreso el café al viejo continente. Los habitantes de Venecia transportaban el grano de café desde Constantinopla en 1585 pero recién comenzaron a comercializarlo y ponerlo a la venta al público en el año 1683 y un poco después se transformó en un capricho, con la apertura del Florián y millones maquinas de cafe de dulcerías por todo el lugar, igual o menos mal intencionadas (como Lavena, que tenía una rivalidad desde la vereda de enfrente del centro comercial con una frase que sugiere realeza: “Desde el año 1750”, vuelve, siempre sin llegar a la majestad de varios años, de la otra), pero por ninguna tan célebre como aquella, que era bastante repetida por Carlo Goldoni, Goethe y otros nombres representativos de todas las épocas, como Marcel Proust, Charles Dickens, los espías de diferentes clases sociales, Lord Byron o Casanova, por una razón práctica: era la única de la ciudad que no tenía restringido de las mujeres.

La Piazza de San Marco una barra de café que tenía máquinas de cafe fue la primera en quedar bajo agua con cada marea alta del Adriático; Venecia, como toda ciudad que habita sabiendo que en cualquier momento puede ocurrir cualquier catástrofe que le dé un brutal giro a la situación, sea un terremoto, un alud o un tsunami, tiene tradiciones más tranquilas y calmadas, está menos mandada por estrecheces morales: el Juicio Final puede ser dentro de unas horas, así que… ¿para qué preocuparse? Desde temprano (se conoce que los venecianos se despiertan casi a medio día) hasta la medianoche, el Florián rebosa de diletantes que se otorgan al gozar de la música en la isla de donde Vivaldi es proveniente, Monteverdi vivió, Wagner murió y Stravinskyfue colocado bajo tierra: desde marzo hasta noviembre, un grupo de música interpreta un concierto de piezas fáciles de escuchar, en un tipo de “cafetería de Europa central”, según se cuenta en el menú, y que mescla “la habilidad de improvisar, brío y habilidad para expresarse” (en lo que escribo estas palabras a mano, sentado en la segunda mesa situada en el pasillo derecho del Florián, el grupo musical elabora con violín, bandoneón y el teclado la versión instrumental del tango titulado “A media luz”, la selección en honor al pasado de Carlos Gardel en un servicios de barras de cafe: repeticiones de mi voz en las paredes del pasado de un arrabal porteño y de esta misma plaza antes trescientos años). Aparte de la música dando a entender que el mundo se va a cavar, el Florián llevo al viejo continente el alma de los antiguos kahve kaneh de Arabia como sitios construidos con el propósito de hacer discusiones públicas o lugares para realizar un club social.

E incluso está el ristretto, nada pesado, chico, concentrado. Y el fruto del café mojado por todos lados con chocolate, dentro de papel de fantasía. Y las vistas únicas, a las viviendas y a la iglesia principal, el lugar donde se le hizo imposible hallar un lugar para descansar sosegado el cuerpo muerto de San Marcos que un par de negociantes cercanos hurtaron de su tumba en Egipto y que hoy se cuida en su tumba, cerca del botín obtenido en la Cuarta Cruzada y que podría ser el tesoro de una fenomenal intriga internacional del servicio de coffee break.

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